Ya sea que narre una deriva por un parque en el sur de Brasil, aborde la obra de Rafaela Baroni o (como en esta Teoría del ascensor) se ocupe de contemporáneos como Mercedes Roffé, Martín Caparrós, Mario Bellatin, Carlos Ríos, Victoria de Stéfano o Igor Barreto, dé cuenta del descubrimiento azaroso de unas postales antiguas de Caracas o de su vida en Nueva York, visite el taller de Eduardo Stupía o escriba sobre sus muertos familiares (Lorenzo García Vega, Juan José Saer, Julio Cortázar), leer a Sergio Chejfec es asistir a una sofisticada forma de recordarnos que toda literatura constituye una doble experiencia: la de aquello que se narra (poco importa si situado en el pasado o en el presente; aquí, poco importa si protagonizada por los sucedáneos de una "primera persona" que Chejfec elude para que la narración autobiográfica no devenga irrelevante o banal: "él", "el escritor", etcétera) y la de la narración misma, devenida experiencia mediante su reenactment en la lectura. Quizás esa recreación constituya una lenta y algo dificultosa experiencia para los lectores habituados a la velocidad de otras literaturas, pero en ella radica la oportunidad de encontrarse con uno de los acontecimientos más importantes de la literatura en español de las últimas décadas, así como algo parecido a una promesa: la de una literatura que al rechazar radicalmente la lectura rápida no pasa, también rápidamente, sin dejar huellas.  

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