"Era paradójico: cuando estaba en su despacho, ejerciendo el trabajo por el que le pagaban, que básicamente consistía en pensar, no sentía que estuviera pensando sino más bien que apilaba pesadas rocas de palabras con las que intentaba sin éxito levantar una pirámide de conceptos, que terminaría siendo una tumba porque sentía que el esfuerzo lo estaba matando. Y cuando no trabajaba, cuando nada lo obligaba a pensar, ahí sí se desplegaba su pensamiento, y lo hacía con el contento con el que un niño se sube a una calesita. En esos momentos, libre del corsé de la jerga académica, de los antecedentes bibliográficos y del miedo a la refutación bajo el que vivía la corporación filosófica, se preguntaba cómo era posible no pensar, o sentir esa actividad como una carga. A él le salía con naturalidad, gorjeaba dentro de su cabeza, como una campanita que anunciara la floración de los prados en primavera".

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