Es un hecho sobre el que no se debería dejar de reflexionar que no hay ni ha habido nunca ninguna comunidad, sociedad o grupo que haya decidido renunciar pura y simplemente al lenguaje. Muchas veces se interrogó sobre cómo empezaron a hablar los hombres, y sobre el origen del lenguaje se propusieron hipótesis imposibles de verificar y sin ningún rigor; pero nunca se preguntó por qué continúan haciéndolo. Sin embargo, la experiencia es simple: se sabe que si el niño no se expone al lenguaje de algún modo dentro de los once años de edad, pierde irreversiblemente la capacidad de adquirirlo. El hecho de que este experimento nunca se haya intentado, no sólo en los campos de concentración nazis sino tampoco en las comunidades utópicas más radicales e innovadoras, el hecho de que nadie –ni siquiera los que no habrían dudado ni un instante en quitarle la vida– haya osado asumir la responsabilidad de quitarle al hombre el lenguaje, parece probar más allá de toda duda la unión inseparable que vincularía la humanidad con la palabra. En la definición que sostiene que el hombre es el ser viviente que tiene el lenguaje, el elemento decisivo, con toda evidencia, no es la vida sino la lengua.

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