A veces sentimos que toda nuestra vida anterior no es en absoluto una nube de polvo ni una vasija sepultada en el fondo de nosotros, sino un músculo vivo e impaciente en el fondo de nuestro cuerpo. Esa mujer que amé hace años, incluso hace décadas, ya no vive en este mundo –ni en ningún otro– pero algo de su cuerpo fluye aún por el mío. Esa huella viva (porque estoy vivo cuando escribo esta frase) se domicilió en el cuerpo que responde a mi nombre y apellido. Más que el alma que se desprende de él como un eco, todo cuerpo amado mora en el cuerpo donde no hace más que ocupar el lugar que tiene asignado desde el momento en que su forma aceptó impregnarse allí. Lo que trato de pensar no se diferencia en nada de lo que he vivido y, sobre todo, de lo que quiero seguir viviendo.
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