Brillante y oscura, El hijo judío es una delicada arqueología de la obstinación de un niño que reclama la atención de sus padres. Una descarnada confesión de las múltiples coartadas para ganarse un espacio de aprobación en la conflictiva escena familiar. Un pequeño tratado sobre el exceso de amor y, paradójicamente, sobre el desamor. Y es, también, la lograda proeza de narrar la niñez desde la mirada adulta.
Sin ceder a la idealización de la infancia ni al regodeo en el dolor ante la decadencia física y la muerte, Daniel Guebel disecciona, con belleza y desasosiego, su tempranísima conversión al sueño de la literatura como un acto de reparación.
Hijo de un militante comunista, camuflado bajo la apariencia de pequeño empresario del rubro de los electrodomésticos, que no sabía cómo criar a su primogénito débil y llorón ("un oscuro renacuajo de piel amarillenta que se encerraba a leer"), y de una madre que solía delegar la administración de justicia en manos del marido y que exorcizaba su miedo a la pobreza mediante el arte del ikebana y el rocío del spray en el pelo. Su rabia por haber dejado de ser hijo único (la Chuchi, su hermana Claudia) expresada en una negativa a alimentarse. Los intentos por rescatar de la memoria indicios clave para reconstruir fielmente las escenas de indiferencia y rechazo. Un pibe complicado, "con problemas de conducta", que gritaba y pateaba puertas. El universo de los abuelos paternos y los maternos, de los hermanos de la madre y del padre. Una mesa dominical en la que el castellano era sustituido por una ensalada de dialectos. La escuela judía. Las pintadas callejeras. Un mundo que temblaba bajo los pies. Virgilio, Kafka, Lenin, Fogwill. El descubrimiento de la condición específica del lenguaje y, al fin, el aferrarse a la literatura como a una tabla de salvación.
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